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Aquella noche soñé algo muy emotivo: Yo estaba en la sala de clases del internado y miraba por la ventana mientras el resto miraba la nuca a su compañero de enfrente. De pronto comienza a llover. A nadie le llamó la atención que yo pidiera permiso para ir al baño. Apenas crucé la puerta de la sala, corrí por el pasillo, bajé las escalas y ya me había fugado del establecimiento. Estaba en la calle comprobando el milagro: llovía sin ninguna nube en el cielo.
Cuando desperté, el amanecer ya había concluido su ritual. Me bañé y fui a clases, pero estaba cerrado; todavía estábamos de vacaciones.
Así que salí a caminar por las matinales calles de Valpilandia. Bajé el cerro y me encontré con un Barrio Puerto bien ornamentado. En ese momento, el Alcalde estaba inaugurando la restauración de la Plaza Echaurren y la Terraza de la Iglesia La Matriz.
Mientras la labia política hacía de banda sonora a mi paseo por la calle Clave (y alrededores) observaba a algunos ancianos mendigos de rostro familiar (de la época en que yo viví en el barrio). El discurso auto-enaltecedor continuaba, con un buen equipo de amplificación. Luego miré una curiosa puerta que también se había aparecido en un sueño, la cual tenía escrito con azules pinceladas: "Cristo come aquí". Quise entrar, pero mi viaje debía seguir.
Aproveché el impulso para llamar por teléfono a la mujer que más me gustaba en todo el mundo. Y aunque paradójicamente ella no me quiere ni ver, me contestó y me dio las gracias por avisarle que habían restaurado la resaquienta plaza.
En otra plaza, la Aníbal Pinto, un niño que no superaba los 11 años interpretaba magníficamente la Flauta Mágica de Mozart… pero en violín. Cuadros de pintores locales completaban la escena visual, y un olor a café le daba la esencia al paisaje.
Seguí caminando y había unas paltas tan hermosas que nadie las compraba. El vendedor tuvo que ceder ante la desconfianza de los transeúntes: bajó el precio a dos kilos por $500.
En la Calle Pedro Montt otro violín hacía de las suyas. Pareciera ser que era el mismo niño que había crecido hasta parecer de 25 años. Ahora interpretaba otro concierto de Mozart.
Pronto recordé que desde ayer que no comía. Busqué no desquiciarme del hambre, pues de lo otro ya no había remedio. Un restaurante barato, de clientela escolar, me satisfizo con tres completos y dos vasos de bebida… Pero había más: Nadie se dio cuenta que los dos viejitos gringos, supuestos turistas que comían entusiasmadamente una chorrillana frente a mí, eran dos actores de Hollywood de los 70’ . No recuerdo ahora sus complicados nombres pero sus rostros son inconfundibles. Mi mirada chocó con la de ella, y ella leyó mi pensamiento; me saludó con una sonrisa y fui feliz.
De improviso, el Wurtlitzer sonó. Bob Marley cumplió su propio sueño: desde el más joven de los escolares que almorzaban hasta el mismo maestro sanguchero, disfrutaban el tema y el mundo era uno sólo. “I wanna love you, every-day and every-night; we'll be together” le incitaba la gringa al gringo, y la mesera parecía recordar la época en que fue más joven. Yo recordé a mi paradójica muchacha cuando le dediqué el tema; aunque ella no le tomó mucha importancia esa vez. Por lo menos, ella siente en su alma el mensaje de la canción, y eso no tengo para qué recordárselo.
En esos momentos especiales, hacía falta la compañía de alguien especial. Está rotúndamente decidido: no la veré más.
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1 comentarios:
Al parecer, tu vida está impregnada de magia. Qué envidia.
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